Antes de ser el que mejor conocemos, Antón Chéjov había sido otro en su juventud: Antosha
Chejonte. Lo había sido hasta el 1884, año crucial en su vida en el que acabó su carrera de
medicina, decidió dedicarse al oficio de escribir, abandonar el seudónimo y firmar con su
nombre de pila y en el que descubrió que estaba tuberculoso y que el tiempo le acuciaba.
En los veinte años que la enfermedad le permitió vivir, escribió rápido y certero centenares
de cuentos, cinco grandes obras de teatro y unas cuantas piezas dramáticas menores,
o simplemente, más cortas. Producción tan fecunda, y tan intensa, aplastó con su sobrepeso
la obra anterior, hasta casi el punto de anularla. Aquella abundante obra juvenil, ágil y cómica,
escrita con el objetivo de ganarse la vida y de contribuir al bienestar familiar, fue publicada en
revistas y periódicos y buena parte de ella drásticamente eliminada de sus Obras Completas o
considerada en el mejor de los casos, por él mismo y por su protector León Tolstoi, como obra
“de segunda”.
Sin embargo algunos de esos vigorosos y delirantes cuentos, esbozos, sátiras y diálogos
humorísticos, habían dado por mérito propio el salto desde el papel de periódico al tablado del
escenario. El autor confesó que había visto, con gran satisfacción, como muchos de ellos eran
adaptados por compañías de vodevil, para ser representados como cuadros independientes
en espectáculos que ahora consideraríamos de variedades. Antes de que el Chéjov de
madurez llegara con “La gaviota” al Teatro del Arte de Moscú, el Chejonte de juventud se
había despachado a gusto en teatros provincianos, casinos y cantinas. Y es que hay mucho
de Chéjov, y de Chejonte, que liga muy bien con esa forma de teatro tan de siempre, tan
itinerante, tan sufrido, tan humilde, tan directo, tan lejos de la solemnidad, en resumidas
cuentas.
Sin llegar a ser una tradición entre nosotros, la costumbre de adaptar al escenario cuentos
de Chéjov, y de Chejonte, ha llegado hasta nuestros días con con buena salud. Los
incontables daños que hace el tabaco y las innumerables pedidas de mano, las tórridas
discusiones del oso y la viuda y los atávicos estornudos de las clases populares (y resfriadas)
han sido más o menos regularmente representadas. El Chéjov humorista y humanista no nos
es del todo extraño, afortunadamente.
Esperemos que por lo menos nuestro espectáculo sirva para demostrar, una vez más
pero desde un ángulo menos habitual, que su autor, dotado de una ilimitada capacidad de
comprensión y una inmensa piedad, convirtió en protagonistas a unos pobres diablos que
hasta entonces sólo habían servido de forillo, coro y paisaje de fondo de otros personajes
mucho más poderosos; a muchísimos hombres, mujeres, niños y hasta animales, cada uno
de ellos con sus mezquindades y sus heroísmos, sus cobardías, sus avaricias, sus ansiedades,
sus hastíos, sus enfermedades, sus ilusiones, sus ridiculeces, sus pequeñas osadías y sus
grandes arrepentimientos. Y no en bloque, sino (oh genialidad) de uno en uno, como sin duda
se merecían; es decir, nos merecemos.